– «Tenemos que adelantar el parto. La niña viene grande y no podemos permitirnos que a ti te vuelva a pasar lo mismo».

Con estas palabras el ginecólogo me anunciaba que la chiquitina nacería 15 días antes de la fecha prevista.

Tan solo 20 meses antes me había convertido en mamá por primera vez y no había sido, precisamente, fácil.

Algunos errores por parte del hospital, y varias complicaciones, hacían que la que os escribe, después de un parto complicado en el que llegué a perder el conocimiento y en el que, por miedo a que acabara mal, no pude estar ni acompañada, perdiera mucha sangre y saliera de allí con la hemoglobina en niveles que hacían necesaria una transfusión…

Después de 23 días sin poderme levantar de la cama, en los que me ponían y me quitaban a mi bebé de los brazos y a lo largo de los cuales me tuvieron que llevar más de 6 veces a urgencias por repetidas infecciones, una ambulancia me trasladaba precipitadamente a un hospital para que con un coctel de antibióticos lograran bajarme unas fiebres tremendas e inexplicables.


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No creáis que todo esto lo viví como una tragedia. Imagino que el resto de la familia sí, pero yo entre su nunca suficientemente agradecida ayuda, y esa manía mía de ver siempre el lado positivo de las cosas  y sacar fuerzas de donde no las hay, mantengo un bonito recuerdo de esos primeros días…  Eso, y que no fui consciente hasta pasados unos meses, de que había estado muy, muy cerquita de «dar mi vida» literalmente por mi hijo.

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Pero volvamos al consejo del ginecólogo:

– «Tenemos que adelantar el parto. La niña viene grande y no podemos permitirnos que a ti te vuelva a pasar lo mismo». Es más importante que estos niños tengan una mamá sana y fuerte.»

Desde hace semanas pienso mucho en esa frase.

Siempre he sabido la teoría, pero mi forma de ser, me empuja inexorablemente a intentar que todos a mi alrededor se sientan a gusto, llegando a olvidarme muchas veces de mi.

Como buena y mala madre (en el fondo todas somos un poco de cada) he preferido pasar una noche en vela por si uno de ellos tenía asma o dormir junto a ellos en una cuarta parte de su cama, clavándome el borde en la espalda porque tenían una pesadilla aunque ello supusiera estar arrastrándome en la reunión del día siguiente.

He renunciado a viajes de ensueño con todos los gastos pagados, por estar presente en su fiesta de cumpleaños, he dejado de contestar una llamada para no interrumpir uno de sus abrazos, y he preferido quitarme horas de sueño trabajando, solo por tener un ratito para ir a recogerlos al colegio, porque ese día lo necesitaban.

Supongo que ser madre, NO es tener fuerzas para hacer tantas cosas por ellos… ser madre es disfrutar haciendo esas cosas por ellos. Y yo, las seguiré haciendo siempre.

Sin embargo, ahora que las fieras tienen 7 y 8 años y son algo más independientes (y mucho más guerreras), estoy empezando a necesitar pequeños balones de oxígeno que me permitan coger fuerzas de vez en cuando.

Y entonces me viene a la memoria aquella frase. Los niños necesitan muchas cosas pero también necesitan que mamá esté feliz y fuerte. Así que además, de apuntarme al gimnasio, intentar sacar tiempo para comer de vez en cuando con amigos, o dar un paseo sola y en silencio, he instaurado el día «M». Con «M» de mamá.

Un día al mes en el que olvidarme de todo, en el que no mirar el reloj, en el que no pueda recibir una llamada de donde he dejado la cena o qué deberes tienen que hacer. En el que la mente se centre solo en mi, pero no durante un par de horas pendiente del reloj para salir corriendo cual Cenicienta o estar preocupada por cómo estarán los niños, mientras hablo con una amiga.

Sé que habrá días en los que no crea necesitar ese balón de oxígeno, pero intentaré por todos los medios, obligarme a tomarlo, y así, poder seguir estando siempre disponible, alegre y con mi sonrisa puesta.

Ellos no se merecen menos.-

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