De pequeña me pasaba las horas pensando y analizando todo lo que veía. Yo fui una niña tímida, callada, con cierta tendencia a la melancolía, pero que no dejaba de abrir los ojos y observar cualquier comportamiento que veía en los demás.

Me gustaba analizar cómo me hacía sentir cada situación, como hacía sentir a los demás cada actitud y fue entonces cuando descubrí, por primera vez los poderes mágicos de la sonrisa.

Siempre soñé con cambiar el mundo. Si algo tengo que agradecer a mis padres es que siempre me hicieron (y aún lo hacen) tener los pies en el suelo, y ello me impregnó de cierto conformismo que me convenció de que, hasta que fuera capaz de lograr acabar con el hambre en el mundo (y podéis reiros pero algún día lo haré…), podía hacer cosas más pequeñas, y lograr que la gente fuera feliz a mi alrededor.

Puede que ese exceso de empatía del que os hablé hace tiempo, me obligara a querer intentar ver felices a todos los que me rodeaban… y puede que fuera por puro egoísmo, porque al hacerlo, yo me sentía mejor.

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Años después, mi llegada a Terra Networks en el año 2000 supuso, además de hacer realidad uno de mis mayores sueños profesionales, encontrar a una de las personas más especiales que se han cruzado en mi camino, mi amiga Estela.

Fueron dos cosas las que provocaron que se convirtiera en una de las personas imprescindibles en mi vida: un corazón de oro, que no sé cómo le cabe en el cuerpo, y que siempre sonreía.

Cuanto mayores eran sus problemas, cuanto más se complicaba su día, más dispuesta estaba a dedicarte su sonrisa, su alegría y de tenderte su mano ante cualquier pequeño problema sin importancia que a ti te inquietara en ese momento.

Su sonrisa era amable. Era de esas sonrisas que transmiten bienestar a quienes están a su lado. Y ello hacía que trabajar 8 horas al día junto a ella fuera una auténtica delicia.

Pero su sonrisa también era generosa. Con ella aprendí que a veces, hacer a la gente sonreir puede ser el mayor acto de generosidad hacia quienes tienes cerca.

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Fue precisamente cuando estaba a punto de dejar Terra cuando cambié definitivamente y aprendí a sonreir a todas horas. Y fue, por extraño que os parezca, en el funeral de mi abuela, una de las personas más importante de mi vida.

Mi abuela fue, como suele decirse, la alegría personalizada. Tanto que en su funeral, el mismo párroco quiso dedicarle unas palabras a la alegría que siempre la caracterizó. Contó anécdotas sobre cómo le ayudó a  superar momentos difíciles y cómo los demás percibían ese buen humor como un regalo. Terminó diciendo que ahora que ya no estaba, alguien tendría que coger el relevo y darle al mundo el cariño y la alegría que ella siempre le daba.

Y allí estaba yo, con la sensibilidad a flor de piel que me daba estar embarazada de 7 meses y en el momento de decir adiós a la persona que más he querido en este mundo. Y esas palabras me calaron. No sabéis cuanto. Y le prometí a ella y me prometí a mi misma que yo sería quien tomara ese relevo.

Dos meses después me convertí en madre y entonces sonreir y ver el lado bueno de la vida comenzó a ser casi una obligación. Como si de una película de Roberto Benigni se tratara, intento cada día hacerles felices, crearles bonitos recuerdos y que pase lo que pase, sean conscientes de que hay niños que lo pasan mal cada día y a los que tenemos que ayudar.

A lo largo de mi vida he conocido a personas parecidas, de esas que sonríen con la mirada, capaces de transmitir amabilidad incluso por redes sociales. Sonrisas amables, sonrisas cariñosas, sonrisas generosas… gente que simplemente te hace sentir bien con una foto, un tuit, una palabra o una mirada.

Algunos han sido amigos, otros simplemente gente a la que sigo, pero lo que tengo claro es que quiero rodearme de gente «de mirada limpia y sonrisa generosa», porque como decía aquella frase que puse una vez en Instagram «uno se acaba pareciendo a las personas con las que pasa más tiempo, así que debemos elegirlas bien«.

Gracias a todos ellos he descubierto que la sonrisa en uno de los superpoderes que tenemos a nuestro alcance y no utilizamos todo lo que debiéramos.

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Una sonrisa, una palabra amable dedicada a quien te atiende en un supermercado, a la señora que limpia tu oficina o el centro comercial, a un niño, a una amiga o a alguien que espera a tu lado en la consulta del médico, es absolutamente mágica, y tiene casi los mismos poderes curativos que un abrazo.

Desde que empecé a escribir blogs en 2009 son muchas las personas que me dan las gracias por hacerles empezar el día con una sonrisa, con un mensaje de ánimo, o que les convenza para creer en sus sueños, o para no rendirse jamás.

Ya os he contado alguna de las historias que me han conmovido y, como entonces, os digo que no soy, en absoluto, un ejemplo a seguir, pero si he conseguido mover algo positivo, hacer sonreir a quien tenía un mal día o animaros a cumplir un sueño, me doy por satisfecha y todo habrá merecido la pena.

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Pero este post no nace con la intención de convenceros (bueno, un poco sí…) de que sonreir a las personas que tienes cerca, igual que decir una palabra amable, es la mejor inversión que podéis hacer (porque no cuesta nada y el efecto es maravilloso), sino de dar las gracias a todos aquellos que cada día se cruzan en mi camino, en la calle, en el trabajo o en las redes sociales, y me hacen sentir mejor con un solo gesto, con un solo mensaje motivador, con una palabra amable o con un Buenos días.

Así que dedico estas lineas a quienes transmiten alegría y buen humor a los demás, a los que emocionan, a los que nos hacen vibrar, incluso cuando por dentro no tienen ganas de hacerlo, y con ello, consiguen que el mundo sea un poquito mejor cada mañana. Gracias de corazón.

 

PD.- Al final el post ha quedado un pelín más cursi de lo que intentaba, así que si aún no os he convencido de que sonríais, os invito a ver este tablero que tengo en Pinterest… que seguro que lo logra.

 

Fotos Shutterstock: sonrisa, dedos

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