Juanín era el único pez del mundo que tenía 4 nombres… pero es que, en realidad,  Juanín nunca fue un pez normal.

Estábamos en las fiestas de un pueblín asturiano cuando mis fieras se divertían con el clásico juego de pescar patitos de goma con una caña. Es de esas atracciones a las que las madres insistimos en llevarles como forma de aferrarnos  a nuestros recuerdos pero que, como todo, ha cambiado bastante con el objeto de seducir a los más pequeños.

Así que cuando aquel señor rumano nos contó que teníamos 60 puntos, mis hijos no se decantaron por el peluche, las palas de ping pong o el resto de regalos que parecen salidos de un todo a cien. No. Ellos, como dignos miembros de una generación que tiene de todo, prefirieron llevarse un pez. Un pez.

Confieso que no me gustó la idea de tener que volver a casa con un pez, pensando únicamente en la logística de madre con dos niños y un pez en un coche, pero una vez más dije, «Venga. Algún día recordarán este momento y merecerá la pena».

«No te preocupes. Esos peces duran una semana»– me decía todo el mundo.

Así que decidimos ponerle un nombre. Bueno, uno no. Cuatro.

Juanín porque era asturiano y creedme que tenía cara de llamarse así. Lucky porque la pequeñina decidió que era una suerte haberlo encontrado. Braulio porque nos hacía gracia y Esperanza porque el mayor decía que «la esperanza era lo último que se pierde», y así duraría más.

Y duró. Creedme que duró. Un año y un mes.

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No penséis que Juanín era un pez precioso de colores. Era un pez normal y corriente. Bueno, en realidad no. Porque, cada mañana, la que os escribe hablaba con él mientras se preparaba el café  y creedme que no miento si os digo que reconocía mi voz.

Menos mal que tengo vídeos que lo certifican porque ni yo misma me creería que saltaba cuando nos veía, que daba golpes al cristal si me ponía a trabajar y no le había dado su comida. Era un pez simpático. Lo decía (y alucinaba) cualquiera que lo viera.

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Así que fue inevitable cogerle cariño. Y no es fácil de explicar. Un perro, un gato,… pero ¿tener cariño a un pez? Pues sí.

De tal forma que los niños cada vez que estaban fuera de casa llamaban para preguntar qué tal estaba Juanín. «¿Lo ves contento? ¿Nos echará de menos?», preguntaban a diario.

Le hacían dibujos, le escribían cartas, e incluso los Reyes Magos le dejaron un regalín junto a su pecera.

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Creo que tuve algo de culpa en que le tuvieran más cariño de lo normal. Más cariño de lo que se suele o «es normal» tener a un pez… pero también soy consciente de que les he enseñado a ser así, han crecido con Toy Story y tienen una madre que, como Andy, se niega a separarse de Buzz Light Year.

Pero tal vez, si pienso que la pequeñina sufre cada vez que tiene que separarse de su peluche de Pluto al dejarlo en una bandeja para pasar los controles del aeropuerto, es absolutamente normal que ayer llorara en mis brazos balbuceando un «mami, lo voy a echar de menos«.

Creo que pese a la angustia que me supuso saber que les tenía que dar la noticia, supe gestionar bien una vez más las emociones y, recurriendo a Del Revés, les expliqué que había que dejar salir las lágrimas, entender que pasara el disgusto pero que tuvieran tristeza a ratitos… y que como les digo siempre «Esto también pasará«.

Así que tocó decirle adiós a Juanín, tocó explicarles que fue un pez con mucha suerte, porque tuvo la fortuna de encontrarse con dos niños que lo cuidaron tan, tan bien, que en vez de durar una semana, duró un año y un mes y, durante ese tiempo, lo cuidaron y lo quisieron mucho. Mucho y muy bonito. Y demostraron que sí se puede querer a un pez.

Solo puedo decir que estoy orgullosa de ellos.

No sabéis cuánto.

 

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