Desde que era niña siempre me ha gustado observar las reacciones de las personas ante determinadas palabras o expresiones. Y una de las palabras que descubrí que tenían mayores y mejores efectos sobre los demás, fue «gracias«.
Dar las gracias no solo es una muestra de buena educación, sino que, además, tiene un efecto sorpresa que hace sentir bien tanto a quien, sin esperarlo, recibe esa palabra por respuesta, como a quien la dice. La gratitud es uno de los gestos «más rentables» que conozco. Hace sentir bien a quien la recibe, a quien la pronuncia y cuesta muy poco.
Decía Melody Beattie que «la gratitud convierte lo que tenemos en suficiente» («Gratitude turns what we have into enough.») y creo que tiene muchísima razón. La gratitud tiene enormes beneficios psicológicos y, como pasa con la amabilidad y ciertas muestras de bondad, es capaz de proporcionarnos un bienestar casi físico.
Aprender (y ejercitar) la gratitud nos obliga a ver el lado positivo de muchas situaciones y a ayudarnos a ser conscientes de las cosas buenas que hemos vivido y que, de otra forma, podrían pasar desapercibidas.
Y creo que esto es una enseñanza valiosísima para compartir con nuestros hijos.
Desde que eran pequeñines, he insistido en que mis hijos se acostumbren a decir «gracias» y «por favor», y ahora que son algo más mayores, me centro en que sepan sentir gratitud por pequeñas cosas y valoren la suerte que tienen.
Les suelo repetir que cuando tengan la oportunidad de ayudar a alguien, no duden en hacerlo. Porque, en esas situaciones, tenemos que dar las gracias porque la vida nos coloca en el lado del que presta la ayuda y no en el que la necesita.
Y cuando necesiten ayuda, también hay que saber agradecer a quién te la preste, y valorar que simplemente, tienes la oportunidad de pedirla.
Soy de esas madres que no sienten la necesidad de que los niños conozcan malas noticias o tragedias, pero últimamente, trato de enseñarles a tener gratitud en cuanto tengo oportunidad de hacerlo. Cuando vemos a un niño que necesita una silla de ruedas para caminar, cuando les explico que hay niños que no tienen juguetes o incluso que podríamos haber nacido en un país de África donde la vida no es tan sencilla, y no en la cara bonita del mundo, y eso nos obliga a dar las gracias cada mañana por la suerte que tenemos.
Llevo unas semanas en las que cualquiera que pase más de una hora conmigo, nota en mi, una alegría desmesurada por cualquier pequeñas cosa que me suceda. Y cuando digo «pequeña», creedme que no exagero: llevo días que me siento feliz de no perderme cuando trato de llegar en coche a algún sitio que me parecía difícil, les cuento a los niños la suerte que tienen por poder ver un arco iris, o expreso mi alegría porque hoy ponen el episodio de The Big Bang Theory que me perdí el otro día cuando me llamaron por teléfono. Son cosas sencillas, casi ridículas, pero que, a base de ejercitar mi mente, he aprendido a que me reporten felicidad… incluso cuando atravieso una época complicada.
Y por supuesto, he aprovechado para practicar con ellos un ejercicio que les está enseñando mucho sobre la vida y los efectos de la gratitud: cada noche, cuando se van a dormir, me siento un ratito con ellos y les pido que me digan lo mejor que ha tenido el día. Puede ser un gesto de una amiga, o puede ser que ha habido pizza para cenar, da lo mismo.
Lo que intento con ello, es que sean capaces de analizar que todos los días pasan cosas buenas y sobre todo, de que cuando cierren los ojos, el recuerdo que guarden de ese día sea algo bonito, sea lo que más les ha gustado. Una pequeña «píldora» de felicidad que cuesta muy poco.
Os animo a que lo probéis con ellos. Además de una gran enseñanza que les servirá de mucho en la vida, os sorprenderán algunas de las respuestas (a veces ingeniosas, a veces tan simples…) que te dan los niños.
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Genial reflexión Susana, yo también intento agradecer cada día y dar ejemplo de ello a mis hijos.