Vivimos tiempos extraños.
Pensad en cómo ha cambiado sin previo aviso nuestra vida, nuestra escala de valores, nuestros días y nuestras noches…
Todo se ha dado la vuelta.
Vivimos rodeados de incertidumbre, contradicicones y paradojas: Hemos pasado del todo a la nada. De la nada al todo. De fuera a dentro. De vivir acompañados a tener que enfrentarnos solos a muchas cosas. De pensar en uno mismo a pensar en los demás.
Y en paralelo, nuestros hijos han cambiado sin previo aviso de escenario. Pero esta vez no se trata de llevarlos de viaje o de decirles que hoy tenemos un plan distinto.
Han pasado, sin tiempo de adaptación, a un escenario que no tiene un suelo firme. Esta vez no son vacaciones, o están en los brazos de unos padres que les cuidan porque están malitos.
Están acompañados de unos padres preocupados, nerviosos y que tampoco están seguros en el terreno por el que pisan. Todos hemos pasado por situaciones difíciles en las que hemos podido mantener a los niños al margen (una muerte, una enfermedad, una preocupación…) pero ahora la situación difícil es la propia vida…
Ni los mejores actores del mundo (cómo me acuerdo de Benigni y su «La vida es bella» estos días…) pueden ocultar las caras de preocupación, de nervios, de incertidumbre, estos días delante de un niño.
Para ellos somos el piloto del avión, el capitán del barco.
Pienso muchas veces estos días de la importancia que tiene la tranquilidad ajena en nuestras vidas. Cuando alguien tiene miedo a volar por ejemplo, ayuda mucho ver que el pasajero de al lado sigue leyendo su libro a pesar de las turbulencias. Pero para nuestros niños, estos días, el pasajero de al lado, o lo que es peor, el piloto, no puede ocultar su preocupación… imaginad qué duro puede ser eso.
Me surgen muchas reflexiones estos días. Se agolpan desordenadas en mi cabeza y no consigo darles forma para que me quede un post que merezca la pena.
Mis hijos están bien. No parecen tristes ni preocupados, pero a veces chillan o se pelean más de lo normal.
Mi primer instinto es regañarles como cualquier otro día, pero a veces (vale, solo a veces…) me detengo y me pongo en su lugar. Madre mía… «lo raro sería que no estuvieran nerviosos algún rato», me repito.
Cada día, les intento explicar que el mal humor, la tristeza y la alegría también son contagiosos.
Que si uno está triste, enfadado y preocupado, somos un equipo y nos ayudaremos. Pero que también tenemos que intentar no contagiar el mal humor a los demás. Es otra forma de demostrar que nos queremos y de que «el equipo juegue mejor»
Por eso dejo aquí una reflexión que leí en algún sitio y me ayudó. Espero que os sirva también.
Vivimos una emergencia sanitaria, no académica. No lo olvidemos.
No seamos demasiado duros con los niños.
Todos estamos cansados y nerviosos. Y un adulto nervioso no puede transmitir tranquilidad a un niño. Es imposible.
Por ello, intentemos estar tranquilos, estar serenos y de buen humor.
Es la forma de que ellos vean que, aunque no sea verdad, el barco lleva un rumbo y el capitán es el mejor.
Seamos pacientes. Pensemos por ellos. No hace falta contarles la cruda realidad, sino decirles y, lo que es más importante, hacerles creer, que todo saldrá bien.
Porque saldrá bien.
Me encantan tus reflexiones. Gracias por compartirlo.