La culpa es mía. He presumido de leer las recomendaciones de la OCU y de fiarme de ellas. Y claro, me merezco que media familia me encargue el Roscón de Reyes que venden al lado de mi casa, recomendado por esta organización como uno de los mejores.

Eso, sumado a que mi nevera que, después celebrar todos los saraos familiares de estas fechas en mi casa, casi tenía eco, me he aventurado tal día como hoy (sí, sí, tal día como hoy), al súper con mis pequeñas fieras.

Yo, que he sido lo suficientemente astuta como para comprar todos los regalos online, consciente de que pisar un centro comercial o supermercado en estas fechas es casi una locura, no sé como no he podido prever esto.

Creo que los madrileños (yo lo soy, al menos de adopción) somos como los Gremlins y nos multiplicamos. Cómo se explica si no que millones de nosotros salgamos de la ciudad provocando las famosas operaciones salida, otro par de millones colapsen la web de Renfe o los aeropuertos estén abarrotados. Estoy casi segura de que todos ellos se van de viaje dejando a su clon en el centro de Madrid o en las grandes superficies… porque a mi, si no, no me salen las cuentas…

Pero volvamos a mi roscón y al de toda la familia…

mamas-blogueras

Armada de paciencia decido encaminarme, respirando hondo, al supermercado.

Por el camino, los niños se han peleado al menos media docena de veces, pero yo, estoy en modo zen, inalterable, así que mientras cuento hasta diez veinte treinta, finjo no escucharles.

Una vez allí, me encargo de coger el carrito que tiene querencia hacia la derecha y que hace casi desesperante avanzar con él. Algo tiene que ver que los niños insistan en subirse a los lados provocando que esta santa que tienen por madre, haga el equivalente a una sesión de pesas en el gym…

Camino despacio (quiero creer que es por mi estado zen, pero realmente es porque no tengo ya ni fuerzas para llevar el carrito, los niños, y tantas latas de cocacola…). Mientras tanto, observo a la gente.

Están aquí todos.

Está la señora de abrigo de piel y pelo de «me-he-levantado-a-las-6-para-peinarme» que ha perdido los nervios con su hijo adolescente y solo quiere comprar el vino, para celebrar unas fiestas que (se ve a la legua) nunca le han gustado.

Está la mamá primeriza que insiste en enseñarle a su bebé de tres meses las luces y todo lo que tiene delante… a cada paso. Entrañable. Aunque creo que eligió el sitio equivocado. Pero yo me callo que ya sabéis que no me gusta dar consejos.

Está el señor que hoy decidió cocinar por primera vez en su vida («Cuánto daño ha hecho masterchef», me digo a mi misma…) y busca desesperadamente el cilantro, que no sabe ni lo que es.

A su lado otro señor, un poco más desaliñado, que coge el móvil para llamar a su mujer que le encargó pan rallado y no está seguro de cual debe llevar…

Está la pareja de recién casados que compran solo cosas orgánicas y sanas, y la abuelita que compra los fideos para la sopa y una botellita de Marie Brizard que es su único capricho y exceso en estas fechas.

Y detrás estoy yo. Creo que tengo el peor papel de todo el reparto. O no.

Con un carro en el que conviven las verduras con dos bolas de chocolate rancio que los niños quieren colgar en el árbol, turrón para sobrevivir a dos o tres guerras, tres figuras de los reyes magos de chocolate (que ponen de manifiesto mi crisis de los 40 y mi nostalgia por los 80…) y siete roscones… siete!!!!

Y entonces llegas a la caja. Reconozco que no sé como soy capaz de sacar las cosas del carro, vigilar la enésima pelea de las fieras, meter todo en bolsas que nunca soy capaz de abrir (¿las cajeras pasan todo más rápido en Navidad o es una sensación mía?) sintiendo los ojos de la mujer que tiene más prisa del mundo (y que siempre me toca delante de ella) en tu nuca.

Sales de allí, con un carro repleto de roscones (que parece que me voy a dedicar a la exportación… ) y tan cansada como si viniera del gimnasio… prueba superada, te susurras a ti misma mientras los niños se entretienen a acariciar un cachorrito que espera a su dueño atado en la puerta del supermercado.

Entonces recuerdas lo entrañables que pueden llegar esas fiestas y pareces reencontrarte con tu espíritu navideño, que por alguna razón, también dejaste atado esperándote en la puerta del supermercado.

Llegas a casa, pones músicas a todo volumen y sonries mientras los niños bailan y tu colocas las cosas… y te premias con un gran trozo de roscón que nos comemos juntos recordando lo bien que lo hemos pasado en el súper … aunque el año que viene los compramos online, os lo aseguro.-

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