No sé cuantas veces me han preguntado en los últimos 10 años cómo podía hacer tantas cosas.
Después de dejar mi trabajo en una multinacional y decidir ser autónomo y trabajar desde casa, cuando esto no era una práctica tan extendida ni comprendida en mi entorno, entré en una espiral de querer hacerlo todo, y todo bien.
Admito que mi nivel de exigencia conmigo misma se redujo bastante con la llegada de la chiquitina y acepté que ya no sería la madre perfecta pero que, como en todo, intentaría dar lo mejor de mi.
Eran tiempos difíciles en lo que a organización se refiere. Las horas del día eran las mismas, pero en ellas tenías que encajar cosas como preparar biberones de dos tamaños, cambiar pañales, esterilizar, organizar agendas de pediatras, y vacunas, o planear estratégicamente cada salida de casa pensando para que no faltara nada.
Admito que para alguien que buscaba casi el perfeccionismo en todo lo que hacía, supuso un verdadero reto, pero también admito que, exceptuando el desgaste físico y la pérdida de horas de sueño al que sometí (y aún someto) a mi organismo, no fue para tanto.
Al contrario, de repente, te sientes invencible y te das cuenta de que puedes con todo.
Dos niños, lavadoras, compra, gestiones de autónomos, horas y horas de trabajo dando clases en escuelas de negocios, programando webs, o escribiendo blogs… pero gracias a la tecnología que tanto demonizamos, ves que eres capaz de todo: contestar emails desde la puerta del cole a cambio de poder ir a buscarlos cada tarde, ir a visitar a los abuelos porque si hay algo urgente estás localizable, o poder ir a los sitios en las horas de menos afluencia de público… y yo, que insisto (e insistiré siempre) en ver el vaso medio lleno, creo que sé ver y aprovechar todas estas ventajas.
-¿Cómo puedes hacer tantas cosas en un día? – No recuerdo cuantas veces me han hecho esta pregunta.
– Pues haciéndolas todas regular – contestaba yo – intentando dar una respuesta válida a mi interlocutor, sin acabar de entender realmente por qué a todo el mundo le resultaba tan extraño.
Me di cuenta de que lo mío, más que una circunstancia, era una actitud. No me permitía a mi misma tener 10 minutos al día que no fueran productivos, que no sirvieran para algo.
Si sacaba un rato para leer, prefería que fuera para aprender algo. Si estaba esperando el autobús, tenía que estar contestando (o borrando) correos en el móvil. Los trayectos en coche eran perfectos para hacer esas llamadas que nunca tenía tiempo de hacer.
Poco a poco, esa necesidad de exprimir hasta la última gota del día, unida a mi afán de querer mejorar en todo, y mezclada con dos de mis mayores defectos, el “no saber decir que no” y la falta de asertividad, hicieron que cada vez metiera más cosas en la agenda, y a su vez, sin darme cuenta, en “la mochila”.
Llegué a ser como un iPhone que siempre tenía una aplicación para solucionar cada problema. Solucionaba todo. Era capaz de dar un curso de 4 horas, ir a una presentación, recoger a los niños, organizar una fiesta de cumpleaños, terminar el trabajo y salir a correr antes de caer exhausta en la cama.
En septiembre llegué a pisar San Francisco, Dallas, Londres, Madrid y Paris en una misma semana… y ello sin dejar de cumplir mis obligaciones profesionales y familiares. Agotador. Pero entonces hubo algo que me dio la voz de alarma: de repente sentarme en un avión y tener por delante 9 u 11 horas por delante, para mi sola, sin teléfono, sin niños, sin ruido, sin correos, sin prisas por terminar algo… se me hacían de lo más apetecible, casi un lujo… y me di cuenta de que eso significaba que algo estaba fallando…
Pero, por suerte o por desgracia, la vida te va avisando… y si no la escuchas, te lo dice más alto. Y al final me hizo ver que la salud y las cosas esenciales siempre están por delante.
Tomé entonces una de las mejores decisiones de mi vida. Renunciar a ese ritmo frenético para sacar dos horas al día para hacer deporte.
Escrito así suena de maravilla pero no es tan sencillo como parece.
Os recuerdo que hablamos de alguien incapaz de decir que no. A nada ni a nadie.
Para salir a correr necesitas dejar de hacer la cena, o no contestar a un correo o decidir bajar el ritmo de trabajo. Y ello, implica decir que no a otras personas. Y te sientes egoísta. Y a veces, la peor madre del mundo o la peor profesional. Estás quitando algo a otros para dártelo a ti misma. Egoísmo en estado puro. O eso crees.
Por otro lado, esa pérdida de productividad no va (por desgracia) unida a una pérdida de obligaciones y, siendo autónoma, tus ingresos dependen del trabajo que saques adelante, no tienes asegurado ningún sueldo a fin de mes, y los impuestos y la hipoteca siguen esperándote implacables cada día 20…
Puede que por eso me ha costado tanto llevar a cabo este cambio (en el que aún sigo inmersa).
Es muy fácil decir que debemos parar, respirar, ir más despacio… y creedme si os digo que es lo que más veces he repetido en mi lista de propósitos de año nuevo, pero no es tan sencillo llevarlo a cabo.
Antes del verano me apunté a un curso para simplificar mi vida.
Sonaba ridículo perder el tiempo en algo así, pero creo que necesitaba parar y escuchar a otras personas que hubieran o estuvieran pasando por lo mismo. Aprendí muchas cosas.
Me he dado cuenta de que este tipo de cambios, llevan, al igual que los entrenamientos deportivos, su tiempo. Nada se consigue de la noche a la mañana. Hay días que crees que no has avanzado y días que ves resultados… y también «te lesionas», aunque sea emocionalmente.
Son muchas más, pero estas son algunas de las cosas que estoy aplicando o tratando de aplicar:
1.- Darme permiso
Creo que el cambio más importante es precisamente este.
He aprendido a darme permiso para no hacerlo todo. He aprendido a perdonarme a mi misma por rebajar mi exigencia de llegar a todo y, poco a poco, no sentirme mal por ello.
2.- Minimalismo
Estoy aplicando un filtro minimalista a mi vida.
No solo intento pasar alguna hora del día sin hacer nada productivo (ni trabajo, ni deporte, ni cocinar… ) sino que estoy intentando vivir con menos.
Algunos son pequeños cambios, pero otros son grandísimos cambios estructurales para los que hace falta mucha valentía… ya os contaré con detalle los más inmediatos…
Admito que me está costando horrores, pero poco a poco, voy avanzando.
3.- No estar siempre disponible
Uno de los mayores problemas de trabajar por tu cuenta es que, por un lado, tienes que estar siempre disponible para clientes y proveedores, y por otro, que la gente de tu entorno da por hecho esa disponibilidad absoluta.
Cuando trabajaba en Telefónica y contestabas al teléfono con un “ahora no puedo hablar mamá” era comprensible, pero si lo haces ahora que trabajas desde casa, no lo es tanto.
Cualquiera (y por cualquiera hablo de niños, familia, trabajo, amigos) puede irrumpir en tu vida inesperadamente, hacerte una visita o contarte algo, y hacerte perder la concentración… y no hablemos del famoso doble check de whatssapp que puede hacer que el mensaje que lees de reojo en el momento más caótico de tu día, parezca que lo has leído con los pies en alto viendo la tele y no se entienda por qué no has contestado (ya os lo conté en este post).
4.- Aceptar mi vulnerabilidad
Es algo complejo de explicar, pero cuando aceptas que no eres capaz de hacer todo, te sientes más vulnerable.
Para el perfeccionista, hacerlo todo bien no significa solo sentirse bien consigo mismo. Es también una barrera, una coraza que impide ser vulnerable a muchas cosas y a muchas personas.
No tiene nada que ver con la humildad. Me considero una persona bastante humilde y capaz de aceptar e incluso presumir de mis imperfecciones, pero aceptar tu vulnerabilidad es algo distinto. Supone aceptar que ese «no llegar a todo» te puede perjudicar en algunos aspectos.
Superar ese miedo a defraudar a otros, a no seguir siendo la mejor en tu trabajo, a no rozar la perfección… es difícil pero hay que aprender que, aunque ahora no lo veas, acabará beneficiándote.
5.- No puedo
Creo que una de las cosas más importantes que me ha traído un deporte como el running, es haber aprendido a admitir que a veces “no puedo” o “no soy capaz”.
Y ello lo he aplicado a otros aspectos de mi vida.
He aprendido (aún estoy aprendiendo realmente) a ver que puedo dejar cosas por hacer. Y no pasa nada. Es más, algunas cosas es mejor no terminarlas, dejarlas sin acabar… y por supuesto, que ello no me suponga una sensación de fracaso, de inutilidad o mine mi autoestima.
Como decía Oswald Chambers, la clave para tener todo hecho, es saber qué cosas hay que dejar sin hacer”
“The whole point of getting things done is knowing what to leave undone.” — Oswald Chamb.
No sé muy bien a qué se debe esta necesidad de cambio. Imagino que tiene una pizca de crisis de los 40, de madurez, de crecimiento, de niños que crecen, de… qué se yo. Pero creo que todos los cambios son buenos. Dan miedo, cuestan… pero siempre son buenos.
La verdad es que no esperaba escribir un post tan largo… pero creo que estar sentada frente al ordenador un sábado a las 6 de la mañana en silencio, ha hecho que saliera solo. Prometo ir contandóos mis avances y hacer reflexiones más cortas las próximas veces… 😉
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Fotos (Shutterstock): Mujer coche, mujer leyendo, libro, volante,-
Reconocer que no podemos hacer todo lo que se nos pide nos hace humanas, aunque a veces como madres es nuestro «deber» poder llevar adelante cualquier situación. Me he sentido muy identificada con este post y tomaré tus consejos para poder tener un ritmo de vida más tranquilo para disfrutar de lo que sucede a mi alrededor